Mujeres. Ficción.

Mujeres. Ficción.

Rodrigo Campos
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Victoria supo desde muy niña que el mundo era difícil para los campesinos y más para las campesinas. Mientras sus amigas se quedaban en casa, ella aprendía a leer y escribir parada en la puerta de un salón de clases al que solo dejaban entrar varones, en algún pueblo ya desaparecido de Chung Shan, cuando el siglo XX no había llegado a la mayoría de edad. Se casó, quién sabe si amando, a la edad que había que casarse para estar legitimada. Dejó a su amado hijo para satisfacer a la familia de su marido. Para irse al fin del mundo, de dónde solo se volvía después de muerto, uno tenía que asegurarse que el río del linaje sigue corriendo. Ya al otro lado del viaje, cuando no podía construir nada para los otros cuatro hijos que parió por culpa de la ludopatía del demente que dormía con ella, se largó a empezar de nuevo, otra vez. Para una mujer nacida en el XIX dejar al marido era demasiado. Para una hakka, ser consecuente con la fuerza milenaria de las mujeres anteriores. Sin el ludópata, tuvo un imperio pequeño que le permitió preocuparse por una progenie que creció de la nada. Murió luego de conocer a su último nieto, más nieto del marido que dejó, que de ella. Murió en el Festival de Otoño del último año de una dictadura. Un hijo ludópata despilfarró todo lo que dejó.

Julia creyó que nunca tendría más miedo que cuando se casó, con papeles de adulta y silueta de niña, con ese chino, dueño de medio pueblo, que le doblaba la edad. Quizás ese no fue el día más estremecido. O tal vez esa noche sí tuvo el más helado de los miedos pero lo olvidó con el tiempo, con el cuidado de ese casi padre que le construyó una casa con alfombras de servidumbre y sábanas lavadas hasta una blancura antigua, y con el amor inédito que le creció para los niños que iba tejiendo. Tal vez el día del miedo más helado llegó después del almuerzo, cuando su marido querido leyó el periódico, se enteró de una nueva invasión japonesa, y se fue a reunir con los recién asesinados al Reino Celestial que no le arrancó del corazón el bautismo que le hiciera el párroco de Humay. Tal vez ahí, con seis hijos chinos y embarazada de uno más, abrazó el miedo mayor. O cuando poco después, desprovista de la protección del padre y la del marido, por primera vez, descubrió que el mundo era de los hombres y que las viudas criadas para las cuatro paredes no eran tomadas en serio. Lo perdió todo menos el luto. Fue hasta muchos años después, cuando hicieron beata -o beatita- a una prima suya, que disfrutó del respeto del pueblo por haber criado sola y pobre a siete hijos. Pero ni el respeto calmó los ruidos que soportó el resto de su vida cuando decidió dejar de amar en secreto al zambo que la amaba desde que era el chofer del chino dueño de la otra mitad del pueblo. Y andó de la mano con ese zambo de familia de camioneros por la vida, ya sin miedos, hasta su muerte, muchos nietos y bisnietos chinos después.

Alicia Fernanda nunca supo lo que quiso hasta que quiso casarse con ese tusán que le hacía el amor bajo un árbol alto que le daba sombra al patio del tambo. Se embarazó porque quería casarse con ese hombre y ese hombre quería casarse con ella. Yo creo que fue feliz hasta el segundo hijo. Como se casó tan pronto nunca quiso nada más así que prefirió poner a sus cinco hijos primero. Luego a sus nietos, a los ajenos y a los mayores de sus bisnietos. El día que se dio cuenta que los recién nacidos que llegaban a su linaje no le interesaban como todos los anteriores sintió que se había fallado, que ya no servía como madre grande y que ya estaba de más. Así que llamó a la muerte, de la que se había librado, intacta, en más de diez operaciones de todos los tipos. Tenía el cuerpo mutilado y más cicatrices que todos los ex-presidiarios que compraban en su tienda, en el Sur. En la agenda que guardaba en el cajón de debajo del televisor añadió un número telefónico más a la larga lista de hijos, hermanos, primos, nietos, sobrinos, bisnietos y ahijados que le había dado la vida y las cicatrices: el número del señor Pachas, el sepulturero del pueblo. Para que los inútiles de sus descendientes que nunca pudieron vivir sin ella no tuvieran que buscar por todos los cajones donde lo guardaba todo. Antes de morir, durmió un mes por todo lo que no había dormido. Su descanso fue en una cama de medio siglo en esa casa larga que construyó a espaldas de su marido, que era de los tusanes y chinos que quisieron vivir de alquilados toda la vida. Ella pensaba como su padre, un chino alto que murió siendo dueño de la mitad de un pueblo, por eso construyó mucho. Murió en esa casa larga y el señor Pachas la enterró después de un velorio de nueves días.

Alicia Margot tenía verguenza que su padre la mandara hasta al cine acompañada. Así que se inventó que quería estudiar en la universidad, un lugar donde había escuchado que iba la gente blanca y los chinos inteligentes. Así llegó a la capital, a la casa de su abuela Julia, a soñar. Se volvió adulta de golpe y con dolor. Nadie le dijo que la dureza no era el único camino para ser fuerte. Pero en el mundo de los hombres y siendo tan flaquita, creyó no tener opción. Después de años de amar y confiar, cuando nació Valentina, decidió dejar de amar y confiar en todos, menos en ella. Lamentablemente, Valentina nació hombre. Pero la quiso, igual, aunque supo que le quedaría un lugar íntimo en el corazón al que solo habría llegado a penetrar Valentina y donde este niño no llegaría jamás. El día que dejó de amar y confiar en el coronel sintió un miedo helado que creyó anterior, que recordaba desde antes de recordar. Dejó esa carrera infame que estudió en ese lugar de blancos y chinos inteligentes y se puso a comerciar, como había visto hacer desde niña a la única gente de dinero que sentía cercana. Dejó esa ciudad que nunca sintió suya pero en la que vivía por el coronel y se fue a su pueblo a criar con su madre y tocaya al niño que pudo ser Valentina. Dejo al coronel porque en su familia pudo haber sentido todas las miserias menos la mezquindad. Y al coronel le podía tolerar el montesinismo pero no la mezquindad. Se puso a vender zapatos y recuperó lo que Victoria hizo con abarrotes. Hizo más larga esa casa larga y se volvió una tirana en ella, como el coronel. Muchos años después, en la puerta de la vejez más joven, se encontró a sí misma detrás de la que escogió ser cuando llegó el niño que pudo ser Valentina. Encontró a la niña que llegó a la universidad para poder ir al cine sin que pongan a uno de sus hermanos a vigilarla y que creyó tantos años en un coronel montesinista. Abrazó su soledad llena de paz.

Julia Patricia está feliz desde que su marido se fue a trabajar a Japón, con la familia de una tía. No le importa que no mandó dinero después del tercer mes, le alegra que ahora está más tranquila. Le es más fácil trabajar sin moretones. Siente que ha empezado de nuevo y ya no vende chasiu de vez en cuando, ahora tiene una pequeña empresa de catering. Solo teme que su marido vuelva.

Alicia Milagros es una foto pequeña en la sala de estar de la casa larga. Para cuando migró a Estados Unidos ya tenía años sin dar noticia a esos chinos del Sur, familia de su padre. Cuando llegó noticias de su muerte extraña solo la lloró su abuela, que consideró su pérdida como una de sus cicatrices más profundas.

Akane Patricia siente que el mundo se ha acabado. Su enamorado la ha dejado por otra. No sabe qué hará cuando acabe el colegio. Quiere ponerse un tatuaje. Ha descubierto el poder de sus tetas. Quiere estudiar en Lima, siente que no pasará el examen de admisión. Ha conocido a un chico y le gusta. Va a irse a la playa que está a cinco cuadras de su casa. A ese mar del Sur añorado por todos. Hoy no le ha ayudado a su mamá con el chasiu. Se ha ido, como suele hacer cuando tiene el cerebro revuelto, al cementerio del pueblo a hablar con sus muertos. Ahora ya llegó al mar. Su padre le ha dicho que vaya a Japón, su tío a China. Siente que es el fin del mundo, que no iría ni muerta.

Alicia Victoria, ámalas a todas. Ya deja de leer por encima de mi hombro.

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