Calle de los Cinco Caballos, segundo edificio de los Ocho Inmortales

Calle de los Cinco Caballos, segundo edificio de los Ocho Inmortales

Paloma Chen

Mi casa está llena de maletas. No me di cuenta de ese detalle hasta la adolescencia, cuando empecé a ir a las casas de mis amigos y veía que sus salones no estaban, como el mío, ocupados en gran parte por maletas amontonadas, viejas, nuevas, medio abiertas, y no había por todas partes candados, llaves, plásticos, y más maletas almacenando cosas. Tanto equipaje aquí y allí da a las visitas la sensación de que mi hogar no es tan hogar, pero supongo que para mí siempre fue así, algo en tránsito. Y que cada miembro de mi familia realizaba el ritual cada año. Cogía una maleta, la vaciaba, la llenaba, empaquetaba de manera segura todas las cosas, la pesaba. Así, mi padre y mi madre volvían a Wenzhou, cargados de utensilios de España, y volvían cargados de objetos de China, siempre con historias sobre las maletas, sobre el maltrato a las maletas facturadas, maletas rotas, compras de maletas nuevas, maletas que no mudanzas. En Wenzhou, daban la bienvenida a mis padres: 华侨回来了! Conversaciones banales, más frecuentemente sobre el equipaje que sobre el camino.

Cinco largos años desde la última vez que pisé Wenzhou. Esta vez había cogido el tren de alta velocidad desde Shanghái, y me presentaba sola con dos bultos que necesitaba que mis padres llevaran a España, antes de que yo misma volviera ya que iría excesivamente cargada. 小姨夫, el marido de la hermana pequeña de mi madre, entusiasmado por mi vuelta y, sobre todo, por mi sorprendente fluidez con el idioma, tenía curiosidad por mi persona, por este experimento de wenzhounesa criada al otro lado del océano, y me preguntó cómo me imaginaba la mesa familiar dentro de 30 años. “Será una pena que yo no me pueda comunicar con tus hijos”. Mi pensamiento automático fue que hay un error de base: posiblemente yo no tenga hijos.

El cuestionario abierto a mi propia identidad acababa de empezar: “No sé cómo debería tratarte, de extranjera, de china, de wenzhounesa”. Su hija, mi prima, saltó a la palestra: “Papá, ya hay una palabra, es 华裔”.  Huayi, un concepto difícil de entender aún para el imaginario colectivo chino, para todos los que no salieron de la frontera. “Insisto, no sé si tratarte de china o de extranjera”, siguió reflexionando en voz alta. 三姨夫, el marido de la tercera hermana mayor de mi madre, dijo: “Yo sé. Debemos tratarla de familia”.

Mi primo materno mayor no había acudido a la cena familiar de esa noche. Me compensó invitándome a huoguo al día siguiente. En cuanto me vio, dijo “很有外国人的感觉”. Su esposa respondió: “Es normal, siempre ha vivido en el extranjero”. Un hecho más que una valoración. Las fórmulas de cortesía se sucedieron, e impedían de primeras un intercambio real. Al terminar de comer y pedir la cuenta, sin embargo, todo se relajó. Me dijo en inglés: “Ríes con el corazón, ríes de verdad, no como muchos chinos. Eso me gusta. Es fácil comunicarse contigo”.

Las barreras son mentales. Al final, la comunicación sí exige un idioma común. Pero este no recibe el nombre de chino, o inglés o español.

Me llevó a mi casa. “La próxima vez, no hace falta que sea tu madre quien quede conmigo. Tienes mi contacto. Si vienes a Wenzhou, envíame un mensaje”. Hacerse mayor implica dejarse de intermediarios.

Las cosas están cambiando. Antes no me sentía como en casa en ninguna parte. Ahora siento que cualquier rincón del mundo podría ser mi hogar, si está la gente adecuada. También podría amar Wenzhou, entonces.

Las maletas no se abren. Viajan directamente a España.

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