Cuatro tusanes, en cuarentena, a cuatro manos (Segunda parte)

Cuatro tusanes, en cuarentena, a cuatro manos (Segunda parte)

Julia Wong

El COVID-19 cruzó el espacio limeño donde cuatro artistas tusanes, cada uno en su espacio vital, nos encontrábamos reguardados de la incertidumbre, superamos la fuerza del virus y nos miramos las manos. Así nació este proyecto que dejó de ser fiel al nombre, porque casi al final de las tres semanas de creación se sumaron dos artistas más, además de la siempre solidaria mano de edición y gráfica de René Silva Catalán, poeta y editor de Ediciones Andesgraund y Letra Clara.

Antonio Hip, Rodrigo P. Campos, Valeria Wong, NiltonMaa, Gonzalo Macalopú ChiuJulia Wong Kcomt metieron las manos en la masa, se adueñaron de los poderes del virus y crearon, junto a René Silva, este pequeño himno a la amistad.

Son cuatro textos, poesía, narrativa, teatro, foto, gráfico, intervenidos o completados por otro artista. Créditos en cada uno de los textos. Pasen, vean, opinen o guarden silencio para su contemplación.

Para esta entrega un diseñador gráfico interpreta de manera muy personal la historia de Julia Wong Kcomt inspirada en las fotografías de Antonio Hip. Gonzalo Macalopú Chiu se decidió por acercarse a la novela gráfica pop, con cierta sordidez e ironía.

Julia Wong

 

LA PIEL DE ANTONIO (COSAS DE PIEL)

Nadie sabe cuántas veces el anciano chino cruzó el Pacífico, de Lima a Hong Kong, para hallar la cura a la enfermedad cutánea de su hijo. Algunos dicen siete, otros ocho. Dicen que su intención era adquirir un tipo de seda especial. Quizás la buscaba para regenerar la piel de su único heredero y así igualar su textura a la seda o al terciopelo.Todas sus ganancias y finanzas, las invirtió en esa búsqueda obsesiva. Antonio, su hijo, sufría de eccemas y picazones insoportables. Para un chino no hay nada más importante que su único hijo varón. Aunque de buen porte y saludable, Antonio sufría de terribles erupciones y desgastes en su piel, pero todo cambió, cuando tuvo la suerte de conocer a esa chica extraña de quien se enamoró. Quizás porque pensó, lo sanaría de su doloroso padecimiento.Fue un amorío, según el anciano. Un gran amor, según Antonio. Sea como quieran llamarlo, la piel quedó aún más frágil, después de dos años con sus muchas noches de ósculos embravecidos sobre un colchón, el único testigo de esa locura pasional de dos cuerpos que se olvidaban del mundo, entregados sólo a sí mismos, un solo cuerpo.

Una cosa sí logró Ysmeri con la piel de Antonio, ninguna otra mujer china, peruana, negra o mestiza con el sol o luna, lamer la carne viva de Antonio, esa piel sufrida y enferma descascarándose. Día a día mientras estuvo con él, lo hizo sobre sus brazos, mejillas, labios, el dorso de las manos e incluso los pies.

Hay prohibición de salir. Las calles se encuentran desiertas, no es un juego, la muerte está en cada esquina y recoveco, más cerca que nunca en esa ciudad fantasma. Ysmeri envía un mensaje por WhatsApp a su novio y le confiesa se siente mal muy mal, le cuenta que tiene tos seca, fiebre, todos los síntomas de la pandemia mundial. Antonio decide entonces, llamar a una ambulancia para que vayan por ella.Esa noche Antonio, luego de llamar a Emergencia, se dirige a la playa, la vía pública se encuentra en penumbra, se asegura que ningún FAP o policía lo descubran. Conoce su barrio cercano a la Av. El Ejército mejor que nadie. Aunque el resguardo policial es extremo, él sabía cómo escapar de la vigilancia desde Jesús María. Se vistió con ropa similar al camuflaje militar y escondido como un delincuente por los morros de la Costa Verde cercano al Museo de la Memoria (LUM), llegó a la orilla del océano, nada iluminaba el lugar, pero lo conocía a ciegas desde que era muy niño. Por lo mismo, nadie observó cuando se metió al mar. Cada segundo dentro del agua helada, sentía esa libertad de transgredir esa madrugada, de romper con las normas obligatorias de la cuarentena y el encierro. A su modo de ver, lo liberaban de su eterna enfermedad. Cuando salió del agua salada, su piel ya no era roja, era verde, llegó a la orilla y comenzó a pensar, que cuando el amor se acaba, nunca uno vuelve a ser la misma persona.

Tampoco le importaba el frío y que le descubrieran desobedeciendo a la Ley. Creía tener una fuerza más grande que el virus y las olas del mar.Antes de la cuarentena, el anciano escuchó que Ysmeri abandonaría a su hijo. Entonces pensó en cocinar una sopa de gallina vieja, con muchas semillas secas de loto que compró en la calle Capón. Pero no le dio tiempo a que la probara, por su edad y encontrarse dentro la población vulnerable, debía mantenerse por salud y seguridad dentro de su habitación.El día que ella les confesó del contagio, Antonio le alcanzaba los alimentos sin hablar. El viejo lloró como un niño.

Quizás se cure, pensó. Quizás le guste mi sopa. El deseaba que la chica se dejara embarazar por Antonio. Pero un deseo insospechado, era evitar que su hijo sanara. Si lo hacía, su vida perdería sentido. Por pena o por necesidad. La razón no importaba.

Cada vez que ellos hacían el amor, Antonio se despellejaba y a Ysmeri le comenzaba una comezón inexplicable, duraba solo unos segundos. Luego él la consolaba y le decía “no te preocupes, no es contagioso”, entonces ella se miraba y tocaba los antebrazos y veía como su piel era más tersa que antes a pesar que no sufría de ninguna enfermedad extraña, entonces permanecía en calma y pensaba, esos segundos y la picazón, eran solo para adecuarse al ambiente del momento.A pesar de todas las limpiezas, desinfecciones y artefactos para la buena suerte, la buena señora Chong, la madre de Antonio, había fallecido una noche de luna cuando el viejo chino, su marido, hablaba con su pajarito amarillo encerrado por años en una jaula. Ella siempre sintió que era un estorbo para su esposo y para su hijo, que la vida en esa casa, sólo le pertenecía a su anciano marido y a su pequeño Antonio. Aunque la buena señora Chong amaba entrañablemente y a su manera a los dos, también intuía que ellos tenían un karma que no compartían con ella.

Sentía que solo estaba para el aseo doméstico, limpiar la tienda, hacer arroz con salchicha china, a la que llaman Lapcheong y poner cada día los amuletos contra la mala suerte, en el pequeño altar.

El viejo chino, nada dijo cuando su mujer murió. Pero Antonio quedó muy triste, inconsolable, se dio cuenta que su madre era el ser más bueno de Lima y de todo el Perú, que la pobre no pudo soportar la frialdad y el desinterés de su padre. El anciano entonces buscó una mujer para Antonio, puso un aviso en la puerta, “Se necesita muchacha para ayudar en trabajo de contabilidad”, pero esas palabras eran una trampa, ninguna aceptaría el trabajo aunque les pagara un buen sueldo. Con la muerte de la buena señora Chong vino la enfermedad de Antonio, llegó de un día para otro, la piel se le comenzó a enrojecer y cada mañana se despellejaba hasta sangrar. Al principio Ysmeri fue renuente para servir en el aseo del joven chino, ella misma no sabía si era asco o pudor lo que sentía, pero luego se dejó guiar por el placer y la pena que le causaba Antonio. Durante esos dos años que el viejo fue a Hong Kong, consiguió muchos brebajes milenarios y pócimas ancestrales para la enfermedad de su hijo. A la vez sabía, que durante su ausencia, ellos se amarían con pasión y seguramente Ysmeri le daría ese heredero que tanto deseaba. Pero la medicina de la lejana China, no hizo nunca efecto sobre la piel de su hijo. Luego del último viaje, el anciano reconoció que todo ese dinero, lo había gastado en vano, pensó que la piel de Antonio no se iba a curar con remedios extraños. Pero la chica, parecía ser lo único en detener un poco el dolor en la piel de su hijo.

Ysmeri confesó estar contagiada con el Covid-19 y que sólo esperaba ser internada en el hospital, el anciano como Antonio, comenzaron a dudar. Nos está mintiendo, pensaron. Aunque no lo dijeron en palabras, a la vez se sintieron afortunados que ninguno de los dos tenía los síntomas de ese virus fatal. Antonio no lloró por los ojos la ausencia de Ysmeri, lo hizo por su piel que ahora caía como escamas de pescado seco. Llenaba el suelo de su cuarto de piel seca y lo raro era, que luego crecía rápidamente como a un reptil. Al día siguiente, volvía a caer, durante todo el tiempo que duró la cuarentena, cada mañana mojaba cuidadosamente su piel a pesar que sabía que más tarde se le caería, para barrer luego el suelo en absoluto silencio.

-Extrañas a tu mamá, murmuraba con misericordia Ysmeri, cuando al despertar veía el pellejo finísimo alojado en las sábana, similar a la nata sobre la leche.

-No lo sé. Susurraba Antonio. No sé hablar de sentimientos.Pero la piel caía y crecía, se despellejaba, enrojecía, la que rascaba luego hasta el ardor.Un día antes de ser diagnosticada con el virus, Ysmeri sabía era la última vez que visitaría a su novio, llegó a excitarse al encontrar los pellejos de piel en el piso, pensó en tomarlos con las puntas de sus delicados dedos y colocarlos sobre la mesa de noche. Antes de tirarlos a la basura los observó sorprendida con su extraña metamorfosis.Si tu piel cambia todos los días, después de la cuarentena ya no serás nunca el mismo Antonio.

Le dijo: Cuando esto termine, ya no sabrás quien eres, ni quien soy. Antonio entonces mirándola extrañado, como si no la conociera, se le erizó su delicada piel y no supo cómo responder.

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