La peor madre de la ciudad

La peor madre de la ciudad

Julia Wong

Leí El club de la buena estrella o The joy luck club escrita en inglés por Amy Tan, en 1996, después de un extraño último viaje con mi ex-esposo. Peter vino a Perú a firmar nuestro divorcio en la notaría Dannon, de San Isidro. Ya habíamos comenzado el trámite en Alemania pero sucedía algo peculiar entre nosotros: cada vez que nos reencontrábamos (y esto se dio por cuatro años más) teníamos aún necesidad de ser amigos y divertirnos juntos. Recuerdo una de sus expresiones en Cusco, después de compartir una salida más allá de la medianoche para celebrar el fin del papeleo: “Diese ist eine Scheidung mit Urlaub”,-dijo irónico. Una buena frase manifestando que el nuestro había sido un divorcio bastante feliz.

Una de mis razones para decidir la separación definitiva era que me había sentido y aún me siento culpable respecto a mi madre.  Fue una culpa oscura, que logró transformarse en conciencia luminosa pero que empezó maltratando a todos en nuestro círculo familiar.  Ella era el arquetipo de la madre latinoamericana más el agregado asiático. Esto implica que mi enmarañada visión sobre ella la mostraba como una madre demoledora, dueña no solo de las verdades si no de dramáticos sentimientos, fuente de todas las telenovelas mexicanas. Mamá, huérfana desde los cuatro años de una abuela de la que apenas tenemos noticias (por lo que hemos especulado cientos de razones y sinsabores sobre su personalidad y procedencia); dejó clavada, aún más profunda, la espina de la orfandad.

Yo diría que mi relación con mi madre era bastante parecida a las mostradas en las películas hindúes de los setenta con aditivos mexicanos, ciertos atisbos libertamarqueses argentinos, y un soplo de guayaba de las picanteras de Monsefú. El elemento culminante es que vivió la terrible tragedia de tener una madrastra estigmatizada que hacía honor a su nombre.

Viví ocho años en Alemania, cuatro más en Asia dando vueltas, para no volver a Chepén. Ese tiempo cronológico no representó un tiempo de comprensión y compasión hacia su dolor, aquella distancia fue un enorme aprendizaje en muchos aspectos, pero no supo borrar las lágrimas y palabras dolidas de mi madre que encarnaban el desamparo más siniestro, jamás retratado en la literatura o la televisión. De eso quería correr yo. Yo buscaba una madre feliz.

Al leer El club de la buena estrella varias cosas se empezaron a resolver. Sé que este libro no gustó nada en España pero tuvo buena repercusión en los Estados Unidos. He tratado de creer que es una cosa del lenguaje y la cultura, que los españoles han esperado una historia mucho más congruente y se han encontrado con retazos de un corazón roto que trata de armarse a través de sus lectores.  Algunos críticos también han dicho que Amy Tan en esta novela es racista consigo misma y perjudica a las migrantes chinas en EE.UU. Creo que en ambos aspectos miran a la escritora desde aristas equivocadas. He leído ensayos de la Tan y hay atisbos muy fuertes de narcisismo involuntario por haber permanecido de una manera extraña con la cultura de contacto. La desazón de esta novela es que parece a veces una traducción de un melodrama, cuando hay mucho más. Estructuralmente no cuaja porque hay demasiados cortes para la manera de leer y comprender de la inteligencia de Occidente. Las lenguas romances nos acostumbran a cierto tipo de placer en las composiciones literarias. Muchas de las críticas sugieren a los lectores a preferir libros de Pearl S. Buck. Me parece ocioso hacer comparaciones entre escritoras provenientes de tan distintos backgrounds, Amy Tan es descendiente directa de chinos y Pearl Buck es una norteamericana que empalma de forma distinta con la cultura china. Amy Tan, para mí, es una arriesgada experimental que usa sus recursos básicos y hace lo mejor que puede con ellos. Creo que no es pretenciosa ni peca de erudita.  Deja ver que está influenciada por la vida ligera de San Francisco y el post-hipismo en esa parte de la costa oeste. Simplemente cuenta de primera mano una historia terrible; la fragmentación y los esquemas provienen de una visión china de las cosas.  Juega un poco al melodrama sin salirse de la raya que los gringos han trazado. Quizás por eso, aunque también había esperado más del libro, me pareció un esfuerzo experimental increíble de la Tan sacar a relucir algo tan personal y doloroso de esta manera.  A partir de ella supe que las escritoras asiáticas sí pueden revelar su descontento o la enorme insatisfacción en su relación con sus madres. No tenía que teñirme el pelo de rubio o cambiarme el color de los ojos para rebelarme ante la impotencia de mi madre, las escritoras asiático-americanas también podían escribir en otro idioma sin hablar chino y podían enojarse mucho por no entender lo que significaba tener raíces orientales en América.

Lamentablemente, Tan en esta novela no construye el artificio de una forma orgánica. Hay algo demasiado mundano, burgués y una cierta velocidad doméstica que reduce momentos de gran valía a algo previsible. Luego se apaga.  Sin embargo, ostenta momentos mágicos, epifánicos, tejidos con filigrana.

Lo más interesante para mí fue que El club de la buena estrella respondió cuatro preguntas claves que, enmudecida, las había guardado en una caja de lata y enterrado bajo una planta de floripondio.

¿Es la muerte de los padres o los hermanos en Occidente y para los cristianos distinta que para los budistas? Implícita iba la pregunta si la muerte en Perú era diferente a la muerte en China.

¿Por qué los chinos necesitamos jugar tanto (todos mis parientes eran medio ludópatas) juegos de mesa como Mah Jog o cartas, y encima apostar dinero? Implícita, la pregunta por qué nos sentamos siempre en círculo, hablamos todos a la vez y casi gritamos cuando jugamos o hablamos.

¿Por qué el dinero es tan importante para los chinos y sus descendientes? Implícita iba la pregunta: ¿adoramos los chinos al dinero?

¿Son las madres chinas o descendientes de asiáticos peores madres que las occidentales o las que veneran a la virgen María? Implícita iba la pregunta si ser mujer china era distinto a ser mujer peruana o de otro país.

Como me dijo una tusán gringa: “una china sigue siendo china, no importa donde ha nacido”. Esa cosa pragmática, atea, seca, ácida e híbrida se destapa por completo.

Nunca me hubiera arriesgado a formular esas preguntas en público, menos en medio de una familia que decía ser católica pero que usaba el ritual como una excusa para integrarse a la sociedad sin acabar de entender la existencia de Jehová, la biblia, el Dios Creador superior y su hijo salvador, Jesús.

Hace poco Kazuo Ishiguro ganó el novel con una novela inglesa, es decir, sobre ingleses en Inglaterra. Ishiguro no cuenta el universo japonés ni piensa en japonés, menos como japonés. Tiene nombre japonés porque fue bautizado o inscrito así. El correlato de Tan en su escritura, al contrario, busca traer la historia de China -y la nostalgia de los migrantes, los hijos perdidos, la muerte y la vida de los chinos-  a la cultura estadounidense. Son movimientos muy distintos en sus existencias migratorias.  Son dos procesos casi opuestos. Uno ha dejado totalmente sus raíces muy bajo tierra, y la otra habla desde un no-lugar de observadora que la hace omnisciente y calculadora.

Amy Tan, fue la que me permitió tener todos los sentimientos desencontrados hacia mi madre. La que me dio la licencia de decidirme a escribir en serio con mi cara de buda en un país que no pertenecía al continente amarillo y a no tener que volver a China y a buscar un hombre de Macao o Hong Kong para hacer honor a mi lealtad ancestral.

The joy luck club me ayudó a seguir intentando aproximarme a este complejo y multifacético que es el cerebro humano cuando crece escuchando sonidos irrepetibles, contrapuestos a un idioma oficial. Las historias reveladas en esta novela, donde se estampa con tanta ternura la dificultad de ser una madre extranjera en un país donde uno busca integrarse a toda costa, fueron imprescindibles para comprender a mi mamá.

Mi madre nació en Trujillo y fue criada entre Monsefú, Sullana, luego en Lima. Ella no era peruana. No del todo, al menos. Habla aun un poco de hakka, cocinaba el mejor chifa que jamás he probado en ningún restaurante y toda su valoración de la vida venía del mundo chino. Mi abuelo chino la había criado y su educación y formación laboral estuvieron a cargo de empresarios chinos (más adelante de un judío de Nueva York llamado Louis Cohen).

Yo veía en mi mamá a una “gringa”. No por el color de la piel, sino porque creía en el trabajo y en la lealtad, una mujer de avanzada y progresista pero dramática y autoritaria. A la vez liberal y libertaria, dura pero condescendiente. Y digo “gringa” porque su gran pasión fue que todos aprendamos inglés y nos vinculemos a una visión pragmática, desprendida y bastante atea (aunque veneraba al Señor de los Milagros) de la vida.

Mi madre fue mi primer gran amor y al que traicioné cientos de veces en otras búsquedas. La de mi mismo padre y otras que tenían más que ver con el deseo sexual y el arquetipo de felicidad que promulgaba la burguesía tradicional: una casa, una familia convencional, estudios, hijos, bienes, trabajo corporativo. Pero en ella se juntaron todas las sangres y todos los mundos, los idiomas de sus miles de amigos invisibles que la hicieron poderosa y buena. Amy Tan me acercó a esa “Reina de arena” que es mi madre con una habilidad imperecedera. Amy Tan y yo somos hijas de seres espiritualmente maravillosos.

Antes de Amy Tan no advertía por qué mi madre me ahogaba. También me permitió concebir de donde provenían su ausencia y su recato. También, gracias a ella, supe rechazarla con cortesía y respeto.

Esa relación tan compleja con mi madre no tenía espejo en mis amigas peruanas que iban a misa con vestidos comprados en Sears o en Scala y mostraban relaciones ideales con sus madres. Salvo pequeñas contradicciones, todas mis amigas en el colegio querían mucho a sus mamás y viceversa. Amy Tan me abrió la puerta a lo prohibido. A verbalizar lo irreconocible con respecto a la madre: quizás odio, ingratitud y hasta desprecio.

Todos esos sentimientos oscuros que empezaron a pulular en mí, sobre todo después de cada verano en Macao. Sosteniendo una realidad que si era nuestra -pero que también no lo era- no podía ser total porque mi madre había elegido afincarse en Chepén.

El club de la buena estrella habla de eso y desata una bandada de pájaros locos, para todas las hijas que no hemos tenido una relación común o normal (dentro de los parámetros más o menos clase medieros católicos) con nuestras madres. En estos momentos de la humanidad, con tantos movimientos migratorios, creo que esos desajustes y roces vienen de la cuestión migratoria y la falsa comunicación, entablada por unos tabúes o un multiculturalismo emblemático que traen más problemas que soluciones.

Normalmente los hijos de migrantes tienen más peso que cargar y más nudos que resolver. Si bien somos ricos en culturas e imágenes, muchas veces somos pobres en resumir tantos símbolos disímiles, a veces discordantes con lo que nos rodea.

El club de la buena estrella fue escrito en 1983.  Amy relata el proceso de reconocimiento entre cuatro mujeres chinas emigradas a San Francisco que se reúnen con regularidad para comer dim sum, jugar al mah-jong y conversar. Más que el juego y la comida, las une profundos sentimientos de pérdida y esperanza. Ellas se han puesto “El club de la buena estrella”. Tan explora la conexión entre las protagonistas nacidas en Estados Unidos, creando una conexión entre esos dos mundos que, visualizándolos con un macro lente, podrían estar hablando de las relaciones interminables entre China y la costa oeste de los Estados Unidos. Allá llegarían varias olas migratorias de ciudadanos chinos, siendo los primeros aquellos que desembarcaron en 1820.

A través de Amy Tan, el retrato de la dislocación atemporal de los afectos no pierde identidad.  Esta novela renueva el lazo entre dos tierras tan distantes y tan cercanas por esa necesidad de sus pobladores de mantener sus miles sentidos vivos y alertas a todo el furor de la existencia.

Ficha  técnica.

(chino: 譚恩美; pinyin: Tán Ēnměi), nacida el 19 de febrero de 1952, es una escritora de Estados Unidos. Sus padres eran inmigrantes chinos que se trasladaron a Estados Unidos en busca de un futuro mejor. Su padre, Juan Tan, era ingeniero eléctrico, huyó de China escapando de la agitación de la guerra civil. La tragedia llegó a la familia Tan cuando el padre de Amy y el hermano mayor murieron de tumores cerebrales. La señora Tan se mudó con los niños a Suiza, donde Amy acabó la secundaria, pero por este tiempo la madre y la hija estaban en conflicto constante. La madre y la hija no se hablaron durante seis meses. Su madre esperaba que se convirtiera en una neurocirujana de negocios o en una pianista por hobby, pero se convirtió en reportera y editora. Comenzó escribiendo discursos para los vendedores y los ejecutivos de grandes corporaciones. Después de algunos años en el negocio había ahorrado bastante dinero para comprar una casa para su madre. En 1974, se casó con su novio Louis DeMattei, abogado de profesión.

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