‘La piel de Antonio’, cuento de Julia Wong [completo]

‘La piel de Antonio’, cuento de Julia Wong [completo]

Julia Wong

No sé cuántas veces el viejo chino había cruzado el Pacífico, desde Lima a Hong Kong, para encontrar la cura a la enfermedad cutánea de su hijo. Unos dicen que siete, otros, que ocho. Unos piensan que fue a Hong Kong por seda. Quizás buscaba restaurar la piel de su único heredero hasta igualarla a la textura de la seda o el terciopelo.

Todos los aportes bancarios con los que se había enriquecido lícitamente, por su pericia con las inversiones en bonos mineros, se fueron en esa búsqueda malsana. Antonio, su único hijo, sufría de eczemas y picazones insoportables. No hay nada más importante para un chino que su único hijo varón. Y Antonio, aunque guapo y saludable, sufría de terribles erupciones y desgastes en la piel. Hasta que conoció a esa chica venezolana de la que se enamoró hasta casi hacerle creer que le sanaría de tan terrible padecimiento.

Fue un amorío, según el viejo chino. Fue un gran amor, según Antonio. Sea como quieran llamarlo, la piel quedó peor después de esos 2 años con sus muchas noches en la cama y ósculos embravecidos sobre un colchón que fue el único testigo de tanta locura pasional de dos cuerpos jóvenes y entregados sólo a sí mismos.

Una cosa sí logró Ysmeri con la piel de Antonio que ninguna mujer ni china, ni peruana, ni negra ni mezclada con sol o luna, pudo o quiso hacer. Le lamió la carne viva a Antonio, la piel dolida y enferma que se descascaraba. Día a día mientras estuvo con él, le lamió los brazos, el rostro, el dorso de las manos y sí, también la piel de los pies.

Cuando Ysmeri le contó a Antonio que tenía dos hijitos en Caracas y que se moría de pena si no los veía, Antonio la dejó marchar.

Esa noche Antonio fue al mar y se bañó en el océano Pacífico de la Costa Verde. Cuando salió, su piel ya no estaba roja sino verde. Él pensó que cuando el amor se acaba uno nunca vuelve a ser la misma persona.

La noche anterior el viejo chino, quien había escuchado que la venezolana regresaría a su país, hizo una sopa de gallina vieja con muchas semillas secas de loto compradas en la calle Capón.

Quizás vuelva, pensó. Quizás le guste mi sopa. En el fondo deseaba que la chica se dejara embarazar de Antonio. Pero más en el fondo, el viejo no quería que su hijo se curara, porque así Ysmeri seguiría viniendo a visitarlos, por pena o por necesidad. La razón no importaba.

Aquella última noche, ni ella ni Antonio tuvieron hambre de sopa, ni de sus cuerpos o sus lenguas. Más bien ella le juró volver con él si el la esperaba y si era fiel. Él le dijo que sí, pero estaba pensando que no soportaría ni la despedida ni la distancia. Sintió por primera vez eso que llaman Piel de Gallina.

Ysmeri le confesó que lo de ellos era algo del alma y la piel, que ella no había sentido nunca lo mismo por ningún otro hombre ni en su propia tierra, ni en toda Lima. Y que él lo sabría con certeza porque si en su ausencia la piel de Antonio hablaba, era porque el amor era más grande que los miles de kilómetros que los separaban. Antonio no entendía cómo es que la piel “hablaría”. A veces pensaba que Ysmeri creía demasiado en magia y en bobadas. Quizás en Venezuela la gente acostumbra a creer en dramones y fórmulas mágicas sobre el amor, como hay tanto negro, pensaba. Los chinos también eras supersticiosos, pero no tanto. Al menos ni él, ni su papá creían en esas cosas. Su mamá era medio creyente de esos mundos inexplicable. La difunta señora Chong siempre limpiaba la casa de acuerdo a feng Shui, ponía colgantes rojos y amuletos para evitar las malas vibras.

Cada vez que ellos hacían el amor, se despellejaba Antonio y a Ysmeri le entraba una comezón inexplicable, solo por unos segundos. Luego Antonio la consolaba diciendo no es contagioso, entonces Ysmeri se miraba los antebrazos y veía que su piel estaba más tersa que antes y que no sufría de ninguna rara enfermedad. Entonces permanecía calma y pensaba que en esos segundos solo sucedía una adecuación en el ambiente.

Pero a pesar de todas las limpiezas y artefactos para la buena suerte, la buena señora Chong falleció una noche de Luna cuando el viejo chino, su marido, hablaba con su pajarito amarillo encerrado en una jaula. Ella siempre sintió que estorbaba al viejo chino y a su hijo, que la vida en esa casa sólo le pertenecía a su anciano marido y a su pequeño Antonio. Aunque la buena señora Chong amaba entrañablemente y a su manera a los dos, también intuía que ellos tenían un karma que ella no compartía.

Sentía que solo estaba allí para limpiar la tienda, hacer arroz con salchicha china, a la que llaman Lap cheong, y poner amuletos contra la mala suerte.

El viejo chino no dijo nada cuando la señora murió. Pero Antonio quedó muy triste, inconsolable. Se dio cuenta de que su madre era el ser más bueno del Lima o el Perú y que la pobre no había podido soportar la frialdad y el desinterés del viejo chino. El viejo chino entonces buscó una mujer para Antonio. Puso un aviso en la puerta que decía “Se necesita muchacha para ayudar en trabajo de contabilidad”. Era una trampa; si ponía que quería una mujer, que hiciera las veces de madre y también de amante para Antonio o alguien que ayudara un poco en la casa poniendo energía de mujer, nadie iba a aceptar el trabajo, aunque el viejo chino pagara mucho. Con la muerte de la buena señora Chong vino la enfermedad de Antonio, de la nada: la piel se enrojeció y cada mañana se despellejaba hasta sangrar. Al principio Ysmeri fue renuente ayudar en el aseo del hijo del chino. Ella misma no sabía si era asco o pudor, pero luego se dejó guiar  por el placer y la pena que le causaba Antonio.

Durante esos dos años que el viejo chino fue 7 veces a Hong Kong, se agenció de muchos brebajes y pócimas para la enfermedad de su hijo. Sabía que en su ausencia ellos se amarían con más calor y seguramente Ysmeri le daría un heredero. Pero la medicina de la lejana China no hizo nunca efecto sobre la piel. Luego del último viaje, el viejo chino reconoció que todo ese dinero había sido gastado en vano; la piel de Antonio no se iba a curar con remedios extraños. La única que parecía palear un poco el dolor del cambio de piel era la venezolana fiel.

Cuando Ysmeri confesó que tenía dos hijos en Caracas y regresaría por ellos, al viejo chino no le gustó nada la idea que una veneca se le metiera en la casa con hijos propios y que ya no cuidara exclusivamente de su único hijo con sus problemas cutáneos.

Antonio no lloró por los ojos, pero el primer mes de la usencia de Ysmeri su piel se caía como escamas de pescado seco. Casi se llenaba el suelo de su cuarto con su piel seca y lo raro era que crecía otra piel y al día siguiente se volvía a caer. Él barría en silencio y el viejo chino empezaba a impacientarse.

– Tú, ¿pol que tan enfelmo? – le recriminaba,

– Tú, ¿pol que no son normal?

Tú, ¿pol qué no hacel un hijo a una chola o venezolana o mujel nolmal?

Antonio callaba y barría su piel del piso. Mojaba cuidadosamente con toallas húmedas su piel enrojecida que se secaba en la noche como una costra y volvía a caer el día siguiente.

Antonio recordó que durante el placentero acto amatorio su piel mejoraba mucho y casi regresaba a la normalidad. Pero cuando ella mostraba indiferencia o no cumplía con sus deseos como él pretendía, el problema cutáneo volvía a recrudecer.

-Extrañas a tu mamá- murmuraba con compasión a veces Ysmeri, cuando al despertar veía pedazos de pellejo finísimo que se alojaban en las sábanas como nata sobre la leche.

-No lo sé – susurraba Antonio – No sé hablar de sentimientos – decía Antonio. Np lloraba, no reclamaba, no se molestaba con su padre, no se quejaba, aceptaba todo como venía.

Pero la piel se caía y crecía, se despellejaba, enrojecía o se rascaba hasta el ardor.

Ysmeri llegó a deleitarse con el ritual de encontrar los pellejos y agarrarlos con las puntas de los dedos de las sábanas para colocarlos sobre la mesa de noche. Antes de tirarlos a la basura los observaba y se sentía parte de esa metamorfosis diaria de su amado.

Si tu piel cambia todos los días, será que cada día ya no eres el mismo Antonio – dijo.

Antonio, entonces mirándola extrañado, como si no la conociera, no supo que contestar.

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